Este, último domingo del año litúrgico, se celebra la solemnidad de Cristo Rey del universo. Desde el anuncio de su nacimiento, el Hijo unigénito del Padre, nacido de la Virgen María, es definido «rey», en el sentido mesiánico, es decir, heredero del trono de David, según las promesas de los profetas sobre un reino que no tendrá fin (Cf. Lucas 1, 32-33). La realeza de Cristo quedó totalmente escondida hasta sus treinta años, pasados en una existencia ordinaria en Nazaret. Después, durante la vida pública, Jesús inauguró el nuevo Reino, que «no es de este mundo» (Juan 18, 36), y lo realizó plenamente al final con su muerte y resurrección. Al aparecerse, resucitado, a los apóstoles, les dijo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18): este poder surge del amor, que Dios ha manifestado plenamente en el sacrificio de su Hijo. El Reino de Cristo es don ofrecido a los hombres de todo tiempo para que quien crea en el Verbo encarnado «no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). Por este motivo, precisamente en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, proclama: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin» (22, 13).
«Cristo, alfa y omega», así se titula el párrafo con el que se concluye la primera parte de la constitución pastoral «Gaudium et spes» del Concilio Vaticano II, promulgada hace cuarenta años. En esa bella página, que retoma algunas palabras del siervo de Dios, el Papa Pablo VI, leemos: «El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones». Y añade: «Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: “Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra” (Efesios 1, 10).
Que la Virgen María, asociada por Dios de manera singular a la realeza de su Hijo, nos permita reconocerlo como Señor de nuestra vida para cooperar fielmente en la venida de su Reino de amor, de justicia y de paz.
«Cristo, alfa y omega», así se titula el párrafo con el que se concluye la primera parte de la constitución pastoral «Gaudium et spes» del Concilio Vaticano II, promulgada hace cuarenta años. En esa bella página, que retoma algunas palabras del siervo de Dios, el Papa Pablo VI, leemos: «El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones». Y añade: «Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: “Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra” (Efesios 1, 10).
Que la Virgen María, asociada por Dios de manera singular a la realeza de su Hijo, nos permita reconocerlo como Señor de nuestra vida para cooperar fielmente en la venida de su Reino de amor, de justicia y de paz.
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